Por Rafael Rattia | abril 26, 2021
Al sur del Equanil o la escritura trashumante. En 1972 la prestigiosa, -para la época- editorial venezolana Monte Ávila Editores lanza al mercado editorial, en su magnífica Colección El Dorado, una extraña novela cuyo título no era menos extraño calzada con la firma de Renato Rodríguez y prologada la erudita pluma del crítico literario e investigador de la literatura Orlando Araujo, el mismo que escribió el hoy incunable libro de ensayos Crónicas de caña y muerte, los no menos famosos Carta a mi hijo Sebastián para que no me olvide y Compañero de viaje.
Si esta edición de Al sur del Equanil es difícil hallarla en el mercado editorial venezolano, cuán difícil será aún más hacerse de la edición mexicana que el propio prologuista Orlando Araujo consideraba la primera hasta que Renato en una lúcida y afectuosa carta demostró lo contrario.
Ciertamente, Renato Rodríguez se adelanta en más de una década a esa literatura desenfadada, fresca, irreverente y exquisitamente informal que (in)surge hacia aproximadamente 1968 patentizada en la novelística de Francisco Massiani con Piedra de Mar, Carlos Noguera, con su excelente pieza narrativa titulada Historias de la calle Lincoln y Laura Antillano con su La belle époque.
El autor de Al sur del Equanil es el paradigma de escritor que yo siempre he querido ser; un escritor endemoniadamente entregado al tantálico oficio de rumiar la metáfora, roer el hueso de la palabras hasta dejarlas despejadas de sus significados últimos, exprimirles su savia hasta dejarlas inertes en su sola soledad. Escritor consagrado plenamente a sufrir los avatares de su vida cuyo núcleo central característico es el agreste ritual de escribir contracorriente.
En palabras del propio novelista “un escritor-escritor”; por oposición o por contraste a esas figuras tan abundantes en la variopinta fauna literaria venezolana representada en el “diplomático-escritor”, “el periodista-escritor”, “el profesor-escritor”; Renato Rodríguez fue un escritor sin más. Un escritor absoluto. Tal vez no eligió no ser otra cosa que escribir y vivir; acaso vivir y escribir fue, para Renato, una y la misma cosa.
Se podría afirmar que la organización formal de esta novela escapa a las preceptivas tradicionales que rigen los procesos intrínsecos de confección del texto narrativo. Tanto es así que la irreverencia discursiva del autor le permite insertar un relato corto titulado: «El violín de Tacho», Santiago de Chile, 1949, en el decurso de una espléndida narración de largo aliento: la novela misma. De allí que Al Sur del equanil pueda hibridarse perfectamente en una mixtura de novela-cuento sin incurrir en vagos y fallidos experimentalismos literarios.
No pudo este novelista edificar una literatura más auténtica, más ceñida a los avatares de la vida misma. La narrativa nómada, la escritura trashumante de Renato Rodríguez se escribe al calor, o mejor dicho en la fragua de una desordenada andadura por los bohemios cafés de Bogotá, Quito, Lima, París, Caracas, Manhattan y pare usted de contar de cuántos burdeles e “iglesias del cuerpo” que se le atravesaban en su prolífica vida de dandy hacedor de una “bonna pasta”, un embrujante huevo frito o una irresistible caraota western.
Pienso en esa insuperable novela gastronómica de gourmetiano y exquisito gusto titulada Viva la pasta. El lector que se adentra en las gozosas páginas de esta inigualable novela siente los hechizos de un lenguaje muy bien zurcido, una sintaxis luciferina, diabólicamente rompedora de hormas y esquemas narrativos, metalógica, paratextual respecto de la vida misma. Porque la vida de Renato Rodríguez fue absolutamente literaria; vida intensamente vivida como artisticidad con la emotiva y vital carga de pasión creadora que distingue a las almas sensibles, hiperestésicas que, no conforme con la chatura de la realidad real y objetiva de la cotidianidad, proclaman lúdicamente la ficción narrativa –léase poeticidad del mundo- como recurso liberador que le permite la salvación provisional de la conciencia estética de las omnipresentes redes de la conciencia enajenada de tanta realidad empírica.
Al Sur del ecuanil exhibe una estructura formal dialógica matizada con extensas reflexiones y densos monólogos en torno al oficio de escribir; sus riesgos y calamidades, sus peligrosas caídas. Esta novela revela la escritura como fatalidad histórica que elige a unos seres marcados por una irrevocable psicopatología que se manifiesta por medio de la exorcización de nuestros más recónditamente guardados arcanos. Por esta novela desfilan memorables nombres de la literatura universal: desde Otto Weininger a Albert Camus, de Fedor Dostoievski a César Vallejo, de Truman Capote a Strimdber y Horderlin. Ello revela la formación intelectual del autor, una vastísima cultura atesorada en el curso de hondas aventuras en bares, prostíbulos y cafés de las más conocidas ciudades del mundo. Porque este “combatiente” de las letras hispanoamericanas jamás se dejó encandilar por las rutilantes y cegadoras luces de la Academia, de los preceptos formales de la literatura como discurso oficial.
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