La muerte no avisa ni discrimina, no soslaya ni perdona, no se excusa ni da marcha atrás; es un tajo seco en la garganta y ya está.
Se lleva a malos y buenos por igual. Antes o después sucede lo mismo, toca a nuestra puerta y nos arranca de cuajo, sin oír a nada ni a nadie, ni distraerse en su faena; viene por nosotros, nos embarca en su trineo de sombra y silencio, y se va.
Este 9 de febrero se llevó a un hombre de respeto, equilibrado y sosegado; bien plantado y consciente, con pies de plomo y alma de emprendedor; buen médico y excelente amigo, referencia en el Estado y voz de mando en diversas asociaciones y gremios: medica, comunicacional y empresarial, y ciudadano observante de las leyes y consecuente con los suyos a carta cabal.
Habiendo apenas cruzado el meridiano de la vida, en su amada cancha de baloncesto, le falló la máquina y se derrumbó. Arribó a su final terrenal, no alcanzó a convertir sus últimos dos puntos.
De Jean guardaremos gratos y encomiables recuerdos, hubo sindéresis en sus opiniones, debatía sin sobresaltos ni estridencias, sabia llegar a acuerdos y gustaba de trabajar en sociedad. Conocía su entorno y valoraba a sus allegados, se expresaba con pausa y conocimiento de causa, y sabía imponerse sin gritar. En la mafia habría sido un duro, en la política un líder, entre los suyos un jefe y en la empresa un gerente, en fin, un caballero que sabía mandar, gobernar, encaminar e impulsar.
A Jhony, como normalmente lo llamaban, lo recordaremos siempre avanzando con la meta de encestar y de construir un mundo mejor donde quiera que estuviese. Y donde quiera que este ahora, así será.
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