El viaje de Lucía y sus siete hijos demoró en total cinco días, desde que cruzó la puerta de salida de aquella casa prestada en su natal Los Cocos, hasta que abrazó a su esposo en Penal-Debe. Los organizadores del traslado ilegal ocultaron a todos los pasajeros en una zona boscosa de Palo Blanco, al noreste de Tucupita. De allí debían salir solo cuando fueran notificados.
Recibida la notificación de avanzar, caminaron hasta por una hora al puerto. Allí abordaron un bote y partieron hasta la barra. En el Delta hay varias de ellas, la costa es amplia; Lucía no supo cuál de todas. Allí tuvieron que esconderse una vez más entre malezas, humedad y zancudos, mientras un grupo armado que controla la zona recibía el pago de parte de los organizadores del viaje por dejarlos pasar por allí. Ninguno de estos hombres debía ver a los migrantes para evitar otro tipo de problemas.
Pero apenas era el comienzo de los cinco días que debían completar, huyendo de bandas delictivas, funcionarios militares venezolanos y trinitarios.
Cuando finalmente lograron cruzar hasta Trinidad y Tobago una tarde de enero de 2020, sus cuerpos sedientos y hambrientos los alejaban del “sueño trinitario”. Ese día encallaron a pocos metros de la orilla, en una zona cercana a Mondiablo. Todos debilitados, no se atrevían a lanzarse al agua hasta tanto no ver a las personas que irían por ellos en aquel sitio lleno de verdor desconocido y playas. Estar en tierra firme implicaba poder ser detenidos por la policía.
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