A medida que Marco, Adrián y Sebastián se turnaban para remar, el paisaje cambiaba, la temperatura variaba y todo se debía a lo que nos esperaba. Para ese viaje montamos carne, queso de búfala, y mi mamá me había preparado unas domplinas. Parecerá que no nos estábamos muriendo de hambre, pero ese día nuestras familias se quedaron sin comida, porque lo que nos llevamos, era lo que comerían ese día. Pero ellos nos dijeron que era necesario que nos fuéramos.
Salimos de la comunidad a las 8 de la mañana de aquel julio de 2018. Íbamos en total cuatro personas. No sabíamos si llegaríamos o no, pero estábamos decididos a ir en curiara y canalete hasta Tucupita. Había tenido un romance fugaz con los tres y eso comenzó a incomodarme durante el viaje.
Marco tenía 19 años de edad, era de piel blanca y pelos un poco rulos. Sus abuelos llegaron desde la Guayana Esequiba, donde abundan los indígenas con estas características físicas. Con él tuve un primer encuentro amoroso a sus 18 años, pero todo acabó en tan solo unos seis meses.
Adrián era un chico de piel oscura, alto y de labios carnosos. Su cuerpo tonificado los mantenía porque ordeñaba y dominaba él solo a los búfalos, él recién había cumplido los 21 años. En cambio, Sebastián tenía el pelo liso, cejas pobladas y un cuerpo esbelto por sus dotes en el balompié. De mediana estatura, había sido mi más reciente, digamos que, amor. Él tenía 20 años de edad.
Fue uno de los viajes más incómodos que tuve en mi vida, no porque sufrimos, porque eso es aparte, sino porque viajé para sobrevivir con mis tres ex. Esta es mi historia y los invito a seguirla.
Perdidos en la oscuridad
En la comunidad de origen todos estaban aislados. Nadie tenía comida, no había combustible ni motores fuera de borda. Apenas contados ganaderos hicieron que la vida de algunas personas en aquella localidad de casas resquebrajadas, oscura y con mosquitos, fuera más llevadera o miserable, porque exigían favores sexuales a cambio de queso y carne. Todos se asomaban por las puertas principales sin esperanza de tener algo para comer. No era tiempo de abundantes pescados y el río Orinoco estaba en sus máximos niveles.
“Por ahí llegó el señor Teodocio, llegó con maíz. Su comadre Julia le regaló una bolsita para que medio se aguantara, ojalá haga unas cachapas para que comparta, aunque sea con mis carajitos”, se oyó decir un día antes de que los cuatro partieran en curiara y a canalete.
Pero en Tucupita, a unos cinco días remando, la situación era menos compleja en comparación con aquella comunidad de apenas 78 habitantes, donde todos estaban flacos, ojerosos y enfermos para ese año.
Todos se embarcaron en una curiara con tres canaletes y partieron rumbo a Tucupita. Eran las ocho de la mañana. La gente los miraba alejarse, ellos también; era una despedida incierta como todas.
“A las 8 de la noche, a doce horas de viaje, ya habíamos salido al río Orinoco. Íbamos por Faro Blanco. Allí hicimos una parada para comer y luego seguimos. Cuando retomamos el viaje, ya eran como las 10 de la noche”.
El viaje se tornaba más difícil, una plaga de zancudos ya los había atrapado y seguían al acecho. Una linternita hacía de compañía en medio de monte y agua. Los remolinos de la creciente a veces los asustaba.
“Sebastián me alumbraba de vez en cuando y yo me incomodaba, había sido mi novio más reciente, apenas era el primer día de viaje y no entrábamos en confianza, pero me dio como un abrigo para protegerme”.
Tenían en sus estómagos unos mangos que habían recogido en Faro Blanco, avanzaron una hora más y, sobre las 11: 30 de la noche, decidieron tomar un atajo cerca de la isla La Portuguesa.
“Iban comiendo mangos y nos metimos por un cañito que nos iba a hacer salir cerca de El Consejo, pero en el camino nos perdimos”.
Adrián se atrevió a hablar de su relación amorosa más reciente en medio del silencio del pequeño caño. Había risas y de a ratos silencio. Tras media hora de adentrarse y cuando hicieron silencio cansados por remar, una especie de trueno se escuchó a los lejos. Todos pararon y sintieron que avanzaron, en cambio, más rápido. El rugir del agua se hacía más fuerte. Era tarde, se habían encontrado con un chorro que los alejaba de la ruta original.
“Jalen para allá, jalen para allá, que la corriente nos está llevando para otra parte, coño, con fuerza”, se escuchaba en la oscuridad.
La linternita, con poca batería, apenas los hizo ver ir hacia unos grandes árboles, la corriente era más fuerte; entonces sabían que iban a hundirse en un lugar desconocido. Tal vez entre pirañas, caimanes o tembladores, donde nadie los buscaría. Continuará…
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