Por Claudio Fermín
Sic.
Después del renacer de la democracia en 1958, la estrategia de los partidos políticos se resumía en tener presencia en la mayor cantidad de vecindarios; incorporar a sus filas a sectores de gran representatividad como trabajadores, agricultores, profesionales; organizar a estudiantes y a mujeres interpretando sus más caras aspiraciones; presentar programas para áreas vitales como la petrolera, la industria manufacturera, la producción de alimentos, los servicios públicos esenciales, las industrias del hierro y el aluminio, salud y educación, protección social y salarios. Con el tiempo la agenda agregó la protección ambiental, descentralización, democratización de los partidos políticos y denuncias de corrupción administrativa. Aunque este señalamiento no cubre la amplia gama de asuntos abordados en campañas electorales, retrata el debate sobre problemas críticos y necesidades sentidas de la población. Los opositores denunciaban errores y fracasos del gobierno y se presentaban como adalides del cambio. Los partidos en el gobierno se asumían como garantes de la estabilidad y reclamaban más tiempo para culminar la obra iniciada. Mientras el continente se hundía en golpes de estado, en guerrillas y movimientos subversivos, Venezuela estaba fuera del circuito de la violencia. Cierta estabilidad permitía planes de infraestructura y de desarrollo económico a mediano y largo plazo, independientemente de los triunfos o derrotas electorales que generaban cambios de gobierno. La conducción democrática del Estado y esa estabilidad hicieron posible la alternabilidad sin sobresaltos, como un proceso de cambio normal.
La última década del siglo XX fue impactada al reaparecer otros elementos en el mundo político. Conspiraciones militares que tenían años fraguándose en silencio resultaron en intentos de golpes de Estado; se hizo notorio el deterioro de partidos políticos regidos por cerradas cúpulas; élites económicas y comunicacionales lideraron la antipolítica, con sistemática descalificación de dirigentes de aceptación popular y satanización de los partidos y de la política como causantes de los problemas del país; apareció la abstención como protesta ante la corrupción del sistema electoral que los partidos habían generado, según los promotores de esa tesis. Ellos, los denunciantes, eran por supuesto los salvadores. La vía para alcanzar el poder ya no era organizar partidos y promover candidatos para las consultas populares. Había que desmantelar el sistema político primero. Se justificaron y glorificaron con los más rebuscados argumentos los golpes de Estado. Élites de la antipolítica se trazaron disminuir a su mínima expresión a los que aspiraban desalojar del poder y construyeron la leyenda negra de los partidos políticos venezolanos a la vez que fundaban otros partidos que, por supuesto, si valían la pena. Otros fueron más allá y descalificaban al sistema electoral como un todo, haciendo del abstencionismo un elemento de identidad y de acción política.
Estas estrategias buscaban el poder mostrando al sistema político como podrido e irrecuperable. La estructura democrática que privilegiaba el consenso, la paz política, la alternabilidad y la convivencia fue sustituida por una cultura de conflictividad que ha traído confrontación permanente, que busca capitalizar el descontento y amalgamar lealtades por las vías que sean, incluidas la promoción del odio, de la retaliación y de la segregación política como valores de esos nuevos movimientos. Y todo eso en nombre de la “recuperación de la democracia”.
En los años más recientes varios grupos han asumido una estrategia que deja como niños de pecho a los que han jugado a la destrucción del sistema para hacerse del poder. Actúan sin límites ni escrúpulos. En su insaciable ambición han ido más allá de la descalificación de los partidos, de la difamación de dirigentes, de la manipulación a través de medios de comunicación y de redes sociales para calumniar a quienes no se someten a sus designios. Han ido más allá de la partidización de la Fuerza Armada. Resolvieron entregar el país a potencias extranjeras para hacerse del poder. En su afán de agravar la crisis económica y empujar hacia un colapso que deponga al gobierno se convirtieron en operadores del bloqueo económico contra su propio país. Se pusieron a la orden del extinto gobierno de Donald Trump para impedir la venta de nuestro petróleo y la comercialización del gas. Tal crimen pretenden justificarlo voceando que es para evitar que el gobierno se robe ese dinero, cuando lo que en realidad planifican es que crezca la miseria, aumente la desesperanza y la conflictividad para desestabilizar el país, como lo hicieron en el interinato que permitió el robo de CITGO, de Monómeros, del oro en la banca inglesa, del bloqueo de cuentas venezolanas en el exterior, del veto a nuestro país en el sistema financiero internacional. Interinato que administró más de 2.000 millones de dólares en ayudas humanitarias que nadie sabe dónde están.
No conformes con eso reclaman más sanciones. No dan su brazo a torcer, aunque algunos parecieran rectificar o avergonzados cuando a media voz afirman que las sanciones deben cesar. Venezuela necesita cambiar las políticas económicas que castran la iniciativa privada y frenan la generación de riqueza. Venezuela urge de servicios públicos de calidad, de protección social para todos y de recuperar los niveles de vida de los sectores populares y las clases medias. Es de alta necesidad la separación de poderes que garantice una sana administración de justicia. Necesitamos paz social y política, no odios y venganza. Gruesos sectores de la población viven en situación de extrema pobreza y eso estamos obligados a revertirlo. Necesitamos cambiar. Pero ese cambio no pueden impulsarlo ni garantizarlo quienes son capaces de pisotear la dignidad nacional, de entregar la soberanía y destruir la economía a cambio de llegar al poder. Ese cambio no puede estar a cargo de quienes empujan al país a la miseria para que aumente el descontento y así disminuir a un adversario. Esa estrategia de cambio es para perder al país, no para salvarlo.
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