Fue complacido, imposible negarle su último pedimento.
Luchó por su jubilación eterna en Nabasanuka, dedicando alma, vida y corazón al pueblo warao, y la ganó con creces.
En el jardín interior de la misión La Consolata, en esa comunidad, yacen sus restos mortales en un panteón con techo.
De visita obligada, como un eco de su presencia, tributa honores a quien imploró a Dios, un soplo de aliento divino para la continuidad de las misiones, que comenzaran con la visita a Tucupita, de los capuchinos Bienvenido de Carucero y Arcángel de Valdavida en enero de 1919.
Ya sin voz y debilitado, insistió en morir y ser enterrado en el lugar, lo que se hizo a su fallecimiento en 2017. Para el momento, había permanecido entre los waraos, 69 años ininterrumpidos, desde que llegara de su natal España en 1948.
Contaba el desaparecido padre K’okal, que debían al padre Damián, el entusiasmo por retomar las misiones y vivificarlas de nuevo.
Era parte de la predica del capuchino, dejar herederos espirituales, que dieran continuidad a una obra, cuyo esplendor se produjo en las décadas de los 60, 70 y 80.
En el presente, el sitio de su definitiva morada parece ser el mejor punto de observación para velar por la casa de comunidad espiritual e insuflar el animo necesario, a fin de que sus herederos den continuidad a una obra, a la que muchos entregaron el ser.
A ese legado le queda la raíz intacta y desde donde quiera que esté, la hará crecer y florecer.
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