Asido a la falda de su progenitora, que momentos antes había atentado contra su vida, el niño de apenas 8 años gritaba “mamá soy un niño, no me dejes”.
La dramática escena se produjo 24 años antes, en una humilde vivienda de la urbanización Dr. Delfín Mendoza, céntrico sector habitacional del municipio Tucupita, estado Delta Amacuro.
Para muchos, aquel desgarrador lamento, mientras halaba la tela con toda la fuerza posible intentando despertar a su madre y protectora, quien pendía de un cable que había colgado minutos antes de una viga, fue el origen de una escalada de violencia que culminó con la desaparición física de él infante desolado a manos de las fuerzas del orden público en abril de 2019.
Oriunda de Araguabisi, comunidad indígena del bajo Delta, con supuestos poderes espirituales, había sido abatida por la tristeza tras separarse del padre de sus hijos por causa del amor de otra mujer y casi postrada por un cáncer sin remisión, presa de fuertes e inclementes dolores, segura de no tener salvación decidió suicidarse.
Con su inesperada partida, se despidió el único muro de contención posible de aquel encantador mestizo, hijo por parte paterna de un ex Guardia Nacional oriental que optó por quedarse en la capital del Estado, poseedor de los hoyos de la belleza que se forman al sonreír y los ojos redondeados de sus hermanos de etnia, agarrando el carril ancho de la calle y todas las deformadas enseñanzas que trae consigo.
Sin haber cumplido los 18, ya había dado inicio a su historial delictivo, siendo condenado apenas alcanzó la mayoría de edad a una larga estadía en La Pica de Maturín, debido a un infructuoso atraco cometido en compañía de dos amigos, que purgaron pena con él.
Hábil y sagaz, distanciado de su padre, resentido con el mundo que le arrebató a la autora de sus días, dispuesto a convertirse en un “hombre de respeto” y una “figura de poder”, hizo cuanto estuvo a su alcance para ascender en el escalafón carcelario bajo la tutela del Pran monaguense, transformándose en uno de sus luceros y según allegados, en un sicario de lujo.
Tal fue la confianza y seguridad que adquirió, que apenas cumplidos los 24, ya en libertad, juró dominar el Delta e hincar de rodillas a todo él que intentara desafiarlo, llámese órganos de seguridad o rivales delictivos, convirtiéndose en la encarnación más reciente del Patrón del Mal. Para ello contaría con la colaboración del que en la prisión fuera su benefactor y patrón.
Fue entonces cuando realmente comenzó la historia que lo encumbró a un lugar que nadie había ocupado jamás en la jurisdicción político administrativa de sus ancestros waraos, la categoría inédita en la tierra del agua de Enemigo Publico N° 1 y que, en el corto lapso de tiempo de apenas 3 años, hizo que fuera considerado “asunto de Estado” y “objetivo militar”.
Lo que ocurrió de allí en adelante, con su rastro de pólvora y llanto, no tuvo parangón alguno con nada que hubiera pasado y ojala no vuelva nunca a suceder. Esa orgia de sangre será motivo de la segunda parte de este relato, llevándonos a preguntar antes de cerrar: ¿si aquella conmovedora escena de la cual puede dar fe el personal médico y paramédico que acudió de urgencia a la casa de familia no pasara y la mamá de EB permaneciera viva, su sed de figuración, la búsqueda de reconocimiento, el anhelo de poder, la urgencia de respeto, la necesidad de liderar, el deseo de ser alguien en sociedad, habrían sido los mismos?
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