El artículo corresponde a un fragmento del libro «Los Relatos de la Abuela» escrito por Elio Zamora, mejor conocido como «El Deltanito de Oro».
Del libro:
LOS RELATOS DE LA ABUELA
Por: Elio Zamora El Deltanito.
Capítulo 2
EL ENCANTADO
Descalzos, mis pies pisaban la arena fresca del patio de la casa y en cada pisada me hacían sentir parte de la tierra misma.
Andaba sin camisa, solo vestía un viejo bermuda hecho por mi madre de un desgastado pantalón escolar que me quedaba brinca pozo (no porque yo brincara pozos sino porque así le decían a
los pantalones cuando a uno le quedaban cortos).
Entre brazo y costilla cargaba una lata vacía de leche -la campesina si mal no recuerdo- repleta de pichas o metras como suelen llamarle. Metras de todos los colores y tamaños que había ganado jugando con los muchachos del recordado barrio Hacienda del medio.
Con lo ahorrado del dinero para la merienda que me
daba mi madre (cuando podía) me compré tres o cuatro pichas en la bodega de Óscar. La bodega quedaba muy cerca de mi escuela Angélica Medina de Fermín. No digo mi escuela porque yo la hubiera comprado, sino por ese amor que de niños sentimos
por nuestro segundo hogar: la escuela.
Sin salirme de este relato, les decía que con tres o cuatro pichas que tenía sentí que ese era mi día de suerte, ya que mientras ganaba una picha y riña, en cada mano que terminaba iba llenándose mi lata de metras o pichas como prefieran llamarlas.
Tengo toda la suerte del mundo, soy invencible jugando picha
decía yo en mi sana inocencia a mis compañeros de juego “Yoje”,
“Chuito”, “Catire”, “El negro” y “Robertico”. De vez en cuando se acercaban a jugar, Palomo, Silverio, Jean y “Los coloraos”, que
eran dos hermanitos de cabello rojizo y enroscado, por lo cual
eran apodados de esa manera.
Estaba feliz y muy contento de tener tantas metras, hasta una torombola me gané. Tenía metras azules, cristalinas con arcoíris en su interior, huevitos, metras plateadas. Eran metras de
muchos colores, de solo verlas aumentaba mi alegría. Jugábamos mientras las gratas horas de la tarde moribunda llegaban a su
ocaso sin que nos percatáramos.
– Ya estaba oscureciendo cuando escuché la voz de mi madre decir:
– Elio Elías, ya está bueno hijo, ya jugó toda la tarde, así que pase a la casa, se baña y me arregla todo para la escuela mañana-.
Acaté la orden, recogí las metras del suelo y las metí en la vieja lata.
Me despedí de mis amigos y entré a la casa a cumplir con lo indicado por mi madre.
Cumplidos mis deberes, bañado, peinado y cenado entré al
cuarto donde dormía con la abuela Catalina.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén,
fue lo último que escuche de aquella, su acostumbrada oración
de la noche, porque mi abuela rezaba al levantarse, antes de cada comida y antes de acostarse.
Yo rezaba con ella antes de acostarnos, pues compartíamos la
misma cama, pero esa noche me encontraba tan emocionado con mi lata de metras que me senté a contarlas una por una en un
rincón de aquel sencillo cuarto donde solo una cama y un viejo escaparate nos acompañaban.
Mientras yo separaba las metras por color y tamaño, escuché a la abuela decirme:
– Tinito hijo, a esta hora no se juega con picha porque llamas a los duendes hijo-.
Al escuchar aquellas palabras sentí que hasta la misma noche enmudeció.
Por segundos quedé pensativo, estupefacto mientras mi corazón latía a un ritmo acelerado. Corrí a sus brazos y dije:
– Abuela, me dan mucho miedo los duendes – Ella sonrió y dijo:
– Bueno venga, vamos a rezar para espantarlos con el gran poder de Dios y te cuento lo que le sucedió al hijo de Serapio-.
– Serapio?, ¿Y quién es Serapio abuela? –
Dije yo, porque eso sí, yo tenía más preguntas que un examen
final de lapso.
– Serapio era un vecino hijo, pero tú no lo conociste porque ni
habías nacido cuando ellos se mudaron-.
Fue la respuesta de la abuela a lo que yo volví con más preguntas.
– ¿Quiénes se mudaron? ¿Para dónde? ¿Por qué? –
La abuela puso su mano en mi cabeza y besó mi mejilla respondiendo.
– Se mudaron de Uracoa, Serapio y su familia, porque los duendes cargaban atormentado a Bartolo y no dejaban tranquilo
a esa criatura-.
– Acuéstese pues, rece conmigo y al terminar le cuentoHicimos la acostumbrada oración del Padre nuestro y al terminar me contó este relato:
– Esto lo vi yo con mis propios ojos – Dijo la abuela.
– Estaba yo muy muchacha aún y en la casa de la esquina vivía
el señor Serapio junto a su esposa la señora Maigualida y su hijo Bartolo como de 12 o 13 años de edad. El muchacho era único hijo y lo tenían mingoneado. Asjo! pero a muchacho pa mingón y malacostumbrado. Ése lloraba y el papá volaba a ver porqué lo hacía y a darle lo que pedía. Por allí, muchos lo apodaban
el Magdaleno porque vivía en una sola lloradera-.
– Recuerdo que esa noche corría mucha gente para esa casa y
se escuchaba a la señora Maigualida gritar-
– Busquen al cura por favor, el cura! -. Mientras lloraba desconsoladamente.
– Yo también corrí para ver que sucedía y allí fue que me enteré de que el muchacho andaba perdido-.
– Bartolo pues!-.
Respondió mi abuela ante mi perplejidad.
– Y dijeron que había aparecido todo lleno de Jalapatras y Pegapega por las canillas. No paraba de llorar-.
– Las mujeres del pueblo hacían un rosario en la sala cuando
yo entré a la casa. Me dirigí hasta la cocina y alcancé a escuchar de boca del mismo Bartolo decir:
– Estábamos jugando picha, otros compañeros y yo, el viernes
en la tarde cuando salimos de clase. Ya oscureciendo se fueron marchando uno por uno para su casa, pero yo me quedé jugando solo; bajo la mata de tamarindo de la escuela y.. bueno, llegaron
dos muchachos que yo no conocía y me invitaron a jugar. Aquellos muchachos me decía -.
-Van diez pichas al que caiga más cerca de pasote y salga de mano-. Y yo les dije: –va -.
– Empezamos a jugar y gané la primera mano. Vino la segunda
y la ganó “Pelón”, que así lo llamaba el otro compañero que andaba con él. Jugamos y jugamos y ya me estaban dejando rucho.
Entonces dijeron
-Vamos pa´ allá, pal´bajo, que hay un balde de pichas enterrado y hay unas pichas mágicas que pegan solas-.
-Yo les dije que quería esas pichas y me fui con ellos, comenzamos a caminar. Camina y camina y aquel plaguero encima me
hacía correr mientras ellos delante de mí empezaron a perdérseme. No los alcanzaba, los escuché reír a carcajadas. Se reían
mucho y ya no los veía por lo oscuro de la noche. Me di cuenta que estaba perdido y empecé a llorar. Silbidos y carcajadas era lo que escuchaba. Me senté bajo de un sarrapio y empecé a gritar,
maaamaaá, paaapaá, hasta que no supe más de mí. Sería que me
desmaye-.
Dieron un vaso de agua a Bartolo y la señora Maigualida lo
cargó en sus brazos llevándoselo hasta la sala donde hacían el
rosario–
-Luego el señor Serapio nos terminó de contar que el muchacho estuvo perdido desde el viernes en la noche y el lunes fue que lo vinieron a encontrar, gracias a que los padrinos salieron con él en su búsqueda junto al cura del pueblo.
Lo encontraron encantado. Dicen que si no van los padrinos a buscarlo los duendes se lo llevan y no lo devuelven. Al otro día
llegó el cura a la casa de ellos, regaron agua bendita y rezaron pero Bartolo decía que los escuchaba reírse y los veía llamándolo. Nadie más los veía ni escuchaba sino él. Esa criatura ya no
comía ni dormía con ese tormento. Como a la semana supe que se mudaron, que se fueron a Maturín a vivir porque allí en su casa los duendes no lo dejaban quieto-.
-Por eso mi Tinito, los niños no deben jugar picha después de
las 6 de la tarde y mucho menos si se encuentran solos-.
Yo me quede calladito mirándola, ella me arropó y con un tibio beso en mi frente dijo:
– Hasta mañana hijo, Dios me lo ampare y me lo favorezca-.
Sentí sus brazos… abrazando mi pequeño cuerpo y así, en su regazo me quedé dormido.
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