Del libro: LOS RELATOS DE LA ABUELA
Por Elio Zamora El Deltanito.
EL FORASTERO A CABALLO:
Un divino aroma a café recién colado percibí al levantarme
aquella mañana.
Fresco, dulce, puro café criollito y tostado por la misma abuela días atrás.
Me dirigí derechito a la cocina, donde como todas las mañanas la abuela Catalina montaba su viejo sartén para hacer las
redondas y suculentas domplinas que tanto me encantaban.
Caliéntese el estómago con un guayoyito y vaya a rayar el queso Tinito (nombre de infancia por el cual me llamaban en casa),
expresó la abuela con un tono de voz bajo y amoroso. De solo
recordarla siento como si fuese hoy que lo estuviese diciendo.
Yo, muy obediente, cumplía con su pedimento mientras ella
levantaba la domplina y con su mano derecha la golpeaba: TUM,
TUM. El sonido hueco era señal de que ya estaba lista para ser
servida.
Todo estaba en calma aquella mañana mientras desayunábamos, ya antes observé y escuché su agradecida oración a Dios
por los alimentos en nuestra mesa. Comí hasta saciarme y dejé
un trozo de aquel pan de harina de trigo llamado domplina en el
plato al momento de levantarme de la silla. Justo en ese instante
la abuela Catalina inició su sermón.
-Venga acá Tinito, la comida no se bota hijo, pues mucha es la
criatura que desea tener un bocadito en su plato a esta hora. Te
voy a contar algo que me sucedió en la infancia cuando yo vivía
con mis padres Callado me quede prestando atención, sorprendido ante la
fuerza de las palabras que dieron comienzo al relato que aquí compartiré.
La abuela entornó la mirada tratando de fijar con la mayor
fidelidad sus recuerdos de niña.
– Mi papa nos trajo un saco de mazorcas de maíz amarillo que
recogió del conuco. Eran grandes y con hojas de un color verde,
suave y tierno. Mi mamá me llamó con insistencia. Catalina, Catalina venga hija, pele y alísteme estas mazorcas para hacer unas
cachapas para la cena.
Una tras otra deshojé y cumplí lo mandado mientras veía a mi
madre preparar la vieja máquina de moler para que yo iniciara la
molienda. Molí y molí hasta llenar la poncherita con la masa que
resultaba de la trituración de aquellas tiernas mazorcas. Mamá
montó el fogón y empezó a preparar cachapas, mientras yo continuaba moliendo hasta que ella me ordenara que me detuviese;
porque cuando a uno le encomendaban una tarea debía cumplirla hasta que los viejos le dijeran que ya estaba bien, porque sino,
el regaño que me daban era grande y el castigo parecido.
Justo en ese momento una voz corrió por el pasillo de la vieja
casa de bahareque colándose hasta el patio donde teníamos el
fogón-.
– Buenas tardes oh!, buenas tardes, con permiso, buenas,
¿dónde está la gente. Habrá un bocaíto de comida que le den a
este pobre cristiano que viene aporreao por la trocha y castigado
por la inclemencia del sol? –
La abuela quedó ensimismada por un momento y luego con
voz lenta dijo:
– Un forastero, un viajero que pasaba por allí sería, hijo. Era
alto y encorvado, ya muy mayor, de cabellera blanca y barba plateada. Su rostro estaba sudoroso por el resplandor del camino.
Mi papá, como hombre de la casa fue al encuentro del recién
llegado claro, Don, apéese del caballo y bienvenido a casa, yo
también he andado camino y sé lo que es el trajín. Luego miró a
mi madre y ordenó.
María Luisa (que era el nombre de mi mamá) sáquemele de
la tinaja un poco de agua fresca a este cristiano y me le sirve un
plato de comida que saco vacío no se para.
Fue la orden del hombre de la casa y había que cumplirla, hijo.
El forastero desmonto de su caballo marrón canela, lo amarró
de la cerca de nuestra casa y palmoteándole el lomo le dijo.
– Repose un rato compañero -.
-Ya amarrada su bestia pasó y se sentó en nuestra mesa quitándose el sombrero. Empezó a persignarse y dio gracias por la
comida que se le proveía en su travesía. Yo lo observaba y hasta
te lo puedo dibujar: cargaba unas alpargatas descosidas y desgastadas por el camino, camisa manga larga casi tirando a gris por
lo curtida y manchada (quizás por sus faenas de campo). Su piel
era morena y tostada por el sol, sombrerito de cogollo y muy educado al hablar. Mientras estuvo allí, le oí conversar con mi papá
muy respetuosamente.
– ¿Desde cuándo no probaría bocado? me pregunte -.
Ese hombre comió hasta dejar vacío el plato sin decir ni una
palabra mientras lo hacía.
Terminando de comer se levantó de la silleta y se dirigió hasta
la mesa donde yo molía. Se agachó y comenzó a recoger grano
por grano del maíz que se me habían caído en cada molida. Llenó un plato, se acercó a mi madre y le dijo:
– Ahora, con esto, Doña, prepáreme una arepa para llevármela
pal camino-.
En ese instante mi papá refutó diciéndole:
– Quédese quieto Don, que si es por comida le ponemos suficiente para que lleve y le alcance hasta donde va-.
– No, no, no. Quiero que la muchacha muela estos granos que
he recogido del piso y que estaban botando para que la Doña me
haga una arepita por favor-.
– Dijo el forastero de forma insistente –
– Ante el empeño de aquel hombre mi mamá cumplió su petición y procedió a preparar la arepa -.
– De repente, Tino-. Dijo la abuela como anunciándome un
misterio.
– El cielo se encapotó y un viento de lluvia batía las matas de
almendrón del patio de nuestra casita. Reventó una jarina de
agua y el ronquido de los araguatos se escuchaba en la ventolera.
Eran ronquidos que espantaban al más guapo. En el gallinero
cuánta gallina y pollito había cogieron una alharaca. El caballo
del forastero relinchó bravo como pidiendo camino-.
– Bueno, me voy, porque sopla viento de agua- Dijo el forastero-.
-Umjumm, agua pareja compay. Viene lo que uno llama un
chaparrón de agua largo.
– Dijo mi padre, confirmándole a aquel forastero que iba a
llover muy duro- .
– Pero primero la muchacha que me acomode la arepita para
el camino. Yo un poco asustada por la ventolera, rápido agarré
la arepa, tomé el cuchillo para abrirla y untarle un poquito de
nata -.
Gran poder de Dios Tinito! con lo que mis ojos vieron en ese momento bastó y fue suficiente para creer en cosas. La arepa
empezó a botar sangre, hijo! La solté y pegué un grito tremendo
mientras corrí hacia mi papá.
– ¿Que pasó Catalina, qué pasó hija? – Preguntó asombrado
mi padre.
– Sangre en la arepa papá, contesté toda aterrada. La arepa
está bañada en sangre -.
Mi mamá, al ver la arepa, comenzó a rezar y a persignarse.
Ave maría purísima, Dios mío, padre ¿qué es ésto?
El forastero volteó la mirada fijamente hacia mí, diciéndome.
El pan es el cuerpo de Cristo, no lo bote que cuando Dios
repara el pan en una mesa es por amor a sus hijos y debemos ser
agradecidos-.
-Todos empezamos a llorar mientras veíamos a aquel hombre
tomar su arepa, meterla en un mapire que cargaba terciado y salir a montar su caballo para marcharse.
Desde ese día, Tinito, en casa más nunca se botó ni se despilfarró comida.
Se preparaba solo lo justo y lo necesario para el momento.
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