Al todavía joven Asnardo Rodríguez Santaella, la vida le cambió los esquemas. Pasó de ser el casi dueño de su destino, a convertirse en el rol que le asignaron, a encarnar una representación llamada actor político.
El abrazo ejecutivo, la sonrisa acartonada, el robusto apretón de manos, la presencia deliberada, la retirada conveniente o la ausencia justificada, forman ahora parte de su trajín diario.

Poco dado a los discursos, sustituye con las comparecencias calculadas, la gráfica en el momento preciso, el discurso elaborado, las notas de prensa apropiadas y el debate tras bastidores, cual tramoya conspirativa, el carisma que le vino del cielo a su mamá.
Con una mentora que no disimula serlo, le ha tocado aprender en lecciones aceleradas lo que ha Yelitza le tomó cinco decadas.

Contenta con su retoño, cual Maduro con Nicolasito, lo va introduciendo en las altas esferas para que reconozcan de cual cepa viene y para donde va.

Al muchacho noviero y poco disciplinado de antaño, la existencia lo llevó del rojo escarlata al gris, pasando de la cotidianidad distendida y relajada a los aspectos sobrios y formales de la política.

No tuvo opción, y si la tuvo se dejó llevar, los Santaella son una estirpe y luego del paso de una gran parte por la esfera pública, le correspondía a las nuevas generaciones actuar y Asnardito estaba a la vista. Ni modo, no pudo evitarlo.


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