
El médico del pueblo habría de fallecer meses después sin abandonar jamás el ejercicio de su profesión
Una especialidad tras otra, dan testimonio de un currículum impecable. De la medicina general, como punto de partida, se abrió camino hacia la urología, traumatología, cirugía infantil, ginecología y obstetricia, y otorrinolaringología, amén de enfrentar una peculiar epidemia entre los años 1958 y 1960, caracterizada por la profusión incontrolada de amigdalitis, logrando vencerla.

Apolinar Martínez, quien dibujó trazos de su intensa vida en el libro “Simplicio Hernández, un médico, un pueblo”, dedujo que permaneció una cuarta parte de su vida en la sala de operaciones, es decir, la friolera de 25 años, haciendo desde sus inicios, en virtud de las ingentes necesidades que había en el Delta, el papel de “todero”, mientras iba perfilando sus talentos.


Su afán de graduarse de médico lo llevó a superar innumerables obstáculos. De estibador en los muelles de su natal Puerto Cabello y aprendiz de topógrafo para ayudar al sostén de la familia, gracias a la inquietud por estudiar y en virtud del esfuerzo de los suyos, decididos a brindarle la oportunidad costara lo que fuese, logró ingresar al alma mater más representativa del país. Sin embargo, para variar, no sería fácil, las trabas estarían a la orden del día, no bien comenzaba y ya la casa de estudios cerraba por mandato del dictador Pérez Jiménez.

Desde el cese forzado de actividades de la Universidad Central de Venezuela y su precipitada partida al otro lado del “charco”, sin dinero alguno, hasta la necesidad de estudiar bajo el farol de una plaza en Salamanca o a la luz de las velas, debido al costo exagerado de la única bombilla que había en la habitación de alquiler de una humilde posada en la capital de la región hispana Castilla y León, continuaba nadando contra la corriente, como buen hijo de zona costera, vecino del mar, haciéndose fuerte ante la adversidad.

Por último, ya graduado, de vuelta a la nación, asignado a Tucupita por el Ministerio de Salud, tuvo que viajar regularmente a Caracas para revalidar el título.

Sus miles de intervenciones quirúrgicas le permitieron dejar un legado intelectual refrendado en dos estudios significativos: “El mega-colon adquirido del indígena warao” y su investigación “Diagnóstico y tratamiento del quiste dermoide del testículo”, que le validaron reconocimientos a nivel nacional e internacional.
En el ámbito gremial fue fundador del Colegio de Médicos, entidad que llegó a presidir en varias ocasiones, a la par de fungir como directivo o miembro de diversas sociedades de galenos.

A los 91 años ingresó por última vez a quirófano, representando una satisfacción inenarrable, dedicado desde entonces a seguir sanando en consulta externa por el mero placer de hacerlo.

Hasta el fin de sus días fue doctor de cortesía, sin recibir emolumentos, por el simple hecho de responder a la irrenunciable vocación existencial.
Es menester señalar que dos de sus hijas lo emularon, Nanette y la actual gobernadora deltana Lizeta, reconociendo que lo hicieron identificadas y consustanciadas con la profesión que marcó a fuego a su ilustre padre.
